En cuanto la pertinencia así lo arreglaba enfilaba calle abajo como alma que lleva al diablo para irrumpir en el hogar de una anciana cercana que a la estimación simbólica de un duro canjeaba un vaso chato de refresco helado donde una cucharilla hacía las veces de palillo. Con una maestría prodigiosa lograba liberar el polo casero del improvisado molde y a la vez que extendía su mano a mi altura para que pudiera degustarlo hasta entumecer los labios, muy solemne formulaba el recordatorio de que el utensilio de alpaca era retornable.
Un chorreo continuo de críos colmábamos de correteo aquel fresco zaguán en aquellas siestas de otro tiempo y, extrañamente, hace días que me sorprendo rememorando esa desenvoltura despreocupada en el acaecer asimilando que en efecto cuanto más hostil es el contexto más se convierte en un oasis.