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Al introducir la llave en la cerradura y mirar a través de la cristalera, siempre, colisionaba con sus vetustos ojos impacientes al acecho de mi rigurosa venida. Entonces, como si ciertamente no me hubiera visto retomaba su lectura como si tal cosa.

Sin ofrecer inexactitud a la ceremonia diaria, empujaba el portón y sin preguntar me colaba en la garita de portería dejándome caer sobre la silla velando al silencio hasta que él se decidía a romper a hablar; daba igual de qué pero todo me sonaba indispensable en aquella voz aguardentosa que destilaba vida. Departiamos a nuestro antojo hasta el término de su turno bajo la atenta mirada del resto de residentes que concienzudamente ignorábamos y me sabía privilegiada al ser la única con la que conversaba poco más que lo imprescindible concerniente a su ocupación.

Es extraño cómo aparecen las personas y se adueñan de su lugar en la existencia de uno.
El día que nos conocimos él me despachó del edificio haciéndome esperar a la intemperie de uno de los días más fríos que recuerdo; valiente hijo de puta.

manifiéstese a su antojo