Escogí aquel hotel de la ciudad, además de por su céntrica ubicación, por el estilo sencillo que dotaba de un carácter cálido a la estancia reservada. Aún así, solicité quitar toda decoración superflua que pudiera haber de por medio ya que al reencontrarme horas más tarde a solas conmigo misma no quería tropezar con ninguna complacencia entre aquellas cuatro paredes que no fuera otra que mi inherente melancolía.
Confieso que me deleité en el aseo, en el esmero de atildarme las vestiduras que minuciosamente había elegido para aquella ocasión y quiero acordarme de no tener ni una pizca de apremio por caminar la pendiente de la estrecha callejuela que iba a dar a una pequeña plazuela de grandes macetones dando cobijo a una pastelería-heladería adecuadamente vacía pero no lo suficiente como para poder pasar desapercibida.
Era una tarde de principios de verano, la sapidez salina que bañaba por completo el cielo de mi boca imposibilitaba negar la cercanía del mar. Me acomodé en la mesa más retirada de la terrada exterior. Poco después apareciste con ese porte tan elegante y natural que te define para tomar asiento de espaldas a mí. Creo recordar que pediste un café con mucha azúcar y un poquito de leche tipo cappuccino tras solicitar a la camarera fuego entonando una copla de las de antaño, pero ella ni tenía fuego ni entendió aquel guiño desactualizado para su inexperta edad. Fue entonces cuando te giraste hacia mí y reparaste por vez primera en mi presencia. También era la vez primera que nos mirábamos a los ojos, pero aún así no supiste reconocerme. Me pediste fuego de manera escueta y al alcanzarte el mechero pude robar una leve caricia de tus dedos antes de que posaras el cigarrillo entre tus labios regresando a tu sitio de espalda de nuevo a mí y quise gritar que no te olvidaras de llevarme contigo.
Te contemplé durante un largo rato mientras degustabas el pitillo acompañando a tu café y no pude evitar sentir tremenda rabia al pensar cómo era posible que nadie se percatase de tu existencia, que no advirtieran al tipo tan brillante que se encierra detrás de esos ademanes que delataban cierta timidez. Te miré por última vez al pasar por tu lado al entrar en el local, saldé tanto mi cuenta como la tuya para así dar por cumplida esa invitación que desde hace años te debo, esa invitación que jamás me atreví a pedir y que aquella tarde de principios de verano compartimos en mesas pegadas en la terraza de un café próximo al mar.