Me encanta conducir. Preferiblemente en la placidez que confiere la noche, a ser posible bajo un inagotable aguacero y, a poder elegir, el viaje dirección a ninguna parte por una vía anegada de baches mayúsculos en los que acelerar al pasar cerca de una muchedumbre organizada en la acera dándome a la fuga.
Pero no, este no es el caso.
La refulgente luz del día atiza de forma despiadada a través de la luna del vehículo plantado en pleno epicentro de una descomunal congestión vehicular en el que me encuentro apresada junto a la soporífera incontinencia verbal que te prepondera justo en el momento álgido del trillado repertorio concerniente a tu sentencioso parlamento del resto de entes próximo a la prodigiosa existencia de tu ser.
Ante la improbabilidad de que súbitamente sufras una afasia perpetua más allá del fin de tus días, en un ensayo por inaugurar un diálogo, pruebo a exponer mi apoyo acérrimo a la ejecución de un prolijo castigo sádico y lacerante a ese conversador martirizante de reproducidas historietas con idénticas palabras y exactas pautas una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez y sí, otra vez más.
Sopesado con anterioridad el desoír de mi propósito por tu avenzada desenvoltura en no dejar hablar ni a Dios sorteo, no sin dificultad, tu tentativa de decir mu perseverando en mi parloteo. En esta ocasión sin escatimar en la más fútil puntualización desarrollo mi planteamiento de promover una sentencia fundamentada en el exterminio definitivo al parlador leonino versado acerca de la privacidad de vidas ajenas ensuciando todo cuanto pronuncia desprovisto de deferencia alguna.
Cuando aprecio cierta conmoción en tu semblante voy dando término a mi recitado estimando que a la postre conquisté tu mutismo, sin embargo retomas como si tal cosa tu monólogo desesperante de los múltiples complejos dolores que te aquejan, sobre todo, ese que te empieza por aquí y que te llega hasta aquí dejándote un cuerpo der tó malamente que no sabes como un día de estos no te da algo malo con todo lo que llevas encima que mira que ya no puede pasarte nada más porque hay que ver qué mala suerte la tuya porque todo te tiene que ocurrir a ti que para más inri ya me dirás tú a mí lo poquito que protestas porque volviendo a lo que venías a referir antes de que mi persona te interrumpiera pues resulta que… Abruptamente libero el enganche del arnés que te asegura al asiento, acelero y freno en seco estampando tu bocacha contra el salpicadero. Ahora, indudablemente, conmocionada te incorporas fijándome una mirada incrédula y creo vislumbrar un atisbo de titubeo el que prontamente atenúo con la disculpa de que se me ha ido el coche sin querer alentándote con mujer no te calles ahora, ¿qué era lo que estabas diciendo?