Acostumbro a recostarme en el poyete del muro de la azotea mientras se deshumecede mi colada dispuesta debidamente en el cordel en su adecuada jerarquía.
Mientras, empleo ese valiosísimo espacio de tiempo para ejecutar lo que más me chifla en esta insana vida: hacer nada. Absolutamente nada.
Descanso mi testa sobre el antebrazo flexionado, dejo la mente en blanco —algo que tampoco me entraña un esfuerzo ingente— y a gozar.
A veces, sacude mi pensamiento de manera fortuita alguna incoherencia o algún que otro despropósito pero por lo general, nada. Absolutamente nada.
Esta tarde he tenido una de esas inusuales cavilaciones desencadenada por un libro que leí hace días el que relata el tropiezo de dos desconocidos que bien podría haber sido, no sé, por ejemplo, usted que ahora mismo se haya ojeando estas letras y el otro sujeto podría haber sido yo, considerando que yo hubiera sido verdaderamente yo, de tal modo que las páginas de ese libro habrían sido nuestra historia.
Pero lamentablemente para mí, esto no es así. Además el ejemplar únicamente ha sido leído por mi persona lo que eso me convierte ante sus ojos en todo un engaño que entraña una ilusión. Ahora intento ver la ilusión y no el engaño para no enredarme en él y quererme de nuevo porque las mentiras más crueles son pronunciadas en silencio y ya me cansé de ser mi mayor mentira.
Esto no significa que le incite a esclarecer el enredo que le cuento al menos que así lo disponga su empeño. Empero sí me apremia hacer las cosas con honestidad porque las mentiras nunca son sueños.
¿Entiende?
Pues eso, a veces sacude mi pensamiento de forma fortuita alguna incoherencia o algún que otro despropósito pero por lo general, nada. Absolutamente nada.