Deshago despacio un mundo con el que no comulgo y me deshabita tomando de la vida más de lo que puedo asumir. Jamás ni fui ni quise ser un luchador.
Me empequeñece la miseria desatendida; la codicia en brazos de la avaricia materialista disfrazada de primera necesidad; la soberbia del ego que neutraliza la imparcialidad; la manipulación como único método para prevalecer y me desprecio cuando me acuna la insensibilidad.
Me alienta pensar que otra realidad es posible mientras se descifra el secreto que permita poner remedio a tan vasta iniquidad que, por insignificante que pudiera parecer, cualquier consideración es indispensable.
No sé si me otorga algún merito o me certifica como una perfecta anormal pero, lejos de la persona que seré, emprendo mi decrepitud resistiéndome a dejar de soñar porque estoy más que convencida que lo mejor, aún, está por acudir.
Y así, en la más absoluta serenidad, he aprendido a esperar sin razón.
»La estatua del jardín botánico, Santiago Auserón