Enmudecidamente impresionada observo el enigmático palpitar ajeno.
Y, a estas bajuras de la película donde el desencanto brilla por su hábil presencia, he de confesar que de existir algo que suscite verdaderamente mi atontada curiosidad, ese algo, es sin reparo alguno el actuar en la conducta de mis congéneres; no tanto por el fundamento del bien o el mal conforme a mi entender sino más bien por el discernir personal de cada cual.
Me enerva extremadamente las continuas infinitas quejas en bocas fabricadas de inacabables reproches por la decepción en el trato de cualquier relación. En todas y cada una de sus pautas, origen, naturaleza, esencia… da igual, finalmente, esa decepción en su generalidad siempre es una ilación del empeño en someter a los demás al acierto en su obrar afinando al deseo que se conceptúe convenientemente exacto en ese preciso instante sin asimilar de una vez por todas que por ti, únicamente, puedes hacer tú y en ocasiones ni eso.
Lejos, muy lejos de una bella utopía es mimar un vínculo sin pedir nada a cambio, sin necesitar nada a cambio. Esto no descarta que el acontecer acarree con el cometido de hacernos entender, de advertir cuando es propicia una retirada o, antagónicamente, cuando ser más cabezota desnudado tal cual somos. Cientos de oportunidades para el enfado y ciento una para las demás historias que, en cualquier caso, no es tarea fácil.
Igual, la cuestión no es el comportamiento inmerecido de tanto desconsiderado que anda suelto sino mi compromiso en esta tolvanera de sentimientos a los que considerar y, cuando se precise, hasta respetar.
¿Mi mayor anhelo?
Hacerme con un globo insuflado de gas helio para así inhalarlo adquiriendo un tono de voz algo más deleitoso.