Hay noches como esta en las que el amanecer me pilla despierto asomado a las ventanas de la alta madrugada empapado de pensamientos carentes e imprecisos y con náuseas me revuelco entre sábanas sucias de miedo y de desespero y a minúsculos ratos me adormezco engarzando absurdos disparates con mis más locos deseos para luego, una vez despierto, nunca recordar lo que sueño.
Adiestrado me acomodo fijando la vista al techo porque ya sé que es otra de tantas noches en las que toca despedazarse con el encono que para mí solo reservo, sumario de ser un lerdo inútil por comprender lo que no siento, por descifrar la maraña caprichosa que me suscita el viento que reclama y protesta de lo que siempre fue dueño.
A cada segundo que la clepsidra destila de mi asignación el cuerpo más me pesa y con osadía araño una zapa a través del tiempo para encontrarme por vez primera en el puente, agachado junto a un gato en cualquier patio del barrio latino o desayunando en un bulevar parisino en una vida que existe dondequiera y que nunca contó conmigo.
Y a veces, me asusto y sumerjo la cabeza bajo el agua y un intenso dejo a mar salada me inunda la garganta y me atasca las narinas el deleitoso aroma a una conocida mezcolanza de ducha fresca de besos nuevos con tabaco y con agua de colonia y al unísono zumba en los oídos ensordecedores pasos de una impecable marcha al toque de mi propio aliento que casi respirar ni puedo.
Al fin me calmo y abandónome plácidamente a esta amañada imaginaria que una y otra vez reinvento en noches como esta en las que olvidar quisiera y ni tregua me concedo porque jamás dejó tanto vacío alguien tan desconocido, aquí, adentro.