Me gusta observar a la gente cuando se creen exentos de cualquier mirada indiscreta absortos en el cometido que les ocupa ejecutando los pormenores más cotidianos como engastar un clip en un rimero de folios, doblar una servilleta o acoger un cigarrillo entre los dedos.
Con asiduidad, acostumbro a arrellanarme en mi banco del parque contiguo al domicilio que habito recreándome del panorama que me asila.
Todas las tardes a las 17:00 horas tras abrir su puerta de cristales la mercería hace su aparición un anciano. Paulatinamente cumple con su inalterable trayecto hasta su destino final justo enfrente de mi emplazamiento donde se aposenta, suspira y se despoja de su gorra la que reposa a su izquierda sobre el asiento. Transcurrido exactamente mil ochocientos segundos se alza, extrae del bolsillo inferior derecho de su chaqueta un paño de tela de idéntico color que las migas de pan que alberga, las esparce poco a poco no muy lejos de sus pies y admira complacido como son devoradas todas y cada unas de ellas por las hambrientas palomas que transitan al acecho de cualquier sustento. Acto seguido retoma su aposento, cerciorándose de la custodia de la gorra descansa su mano zurda sobre el garrote firmemente perpendicular al bolsillo interior izquierdo de su chaqueta del que extrae un ajado retrato con la mano que le queda libre. Consume los siguientes tres millones seiscientos mil milisegundos acariciando la imagen que se estampa en el viejo papel con una tierna mirada desolada, la que no desvía hasta que de nuevo confía el ajado retrato al bolsillo interno izquierdo de su chaqueta cuyo bolsillo inferior derecho atesora un paño de tela de idéntico color que las canas donde reposa ya su gorra. Erguido, suspira y paulatinamente desanda su inalterable trayecto hasta que desaparece.
Esta tarde a las 17:45 horas hago mi aparición en el parque. En la marcha hacia mi emplazamiento paso justo por detrás del anciano, el que admira complacido como son devoradas todas y cada unas de las migas de pan esparcidas no muy lejos de sus pies. Acto seguido retoma su aposento, cerciorándose de la custodia de su gorra —la que he sustraído disimuladamente— descubre el despoblado asiento y sin dar crédito emprende una fallida búsqueda de la misteriosa desaparecida. Consume exactamente mil ochocientos segundos parloteando por vez primera con los acostumbrados a frecuentar el parque en busca de algún indicio de la prenda volatizada bajo mi atenta mirada, la que no desvío hasta verle desaparecer por la puerta de la mercería regentada por una anciana que suspira incontables millones de milisegundos tras los cristales maravillada con el señor que alimenta a las hambrientas palomas que transitan al acecho de cualquier sustento.
Muy buenas, mi renovada (al menos de nombre) amiga.
Había ido siguiendo sus escritos en esta su nueva aventura pero hasta hoy no había encontrado el tiempo o el comentario oportuno como para dejarlo plasmado.
Yo también soy de sentarme en bancos y mirar, entiéndase bien por favor, nada de degenerado voyeurismo, sólo observar la vida pasar y coincido con usted en que los ancianos son una fuente inagotable de visiones interesantes… y premonitorias, porque antes o después seremos nosotros los que nos sentemos en la soledad de un banco a mirar algún viejo retrato.
En ocasiones, si la proximidad así lo permite, incluso se puede pegar la hebra con alguno de los ancianos (lo difícil viene luego, al querer despegarla) y reconozco haber tenido muy interesantes y enriquecedoras charlas ocasionales. Haga usted la prueba en vez de andar sustrayendo prendas capilares que no son suyas, que de ahí a ser concejal corrupto no van demasiados pasos.
Dese usted por bienvenida y sepa que, comente o no, la sigo.
Saludos atalayeros
Qué honor, por favor, el señor Atalayero y su inseparable jactancia de presuponer a lo tolón ya que le puntualizo que no es que pegue la hebra si la proximidad así lo permite, que sino lo permite también ya que mi persona es de darle a la sinhueso hasta excitar en mi oyente una ciclópea apetencia de extinguirse de mala manera de tal modo que en el parque me ignoran que da gloria para así arrellanarme en la soledad de mi banco. Ya ve, qué vida cruel.
No se inquiete por comentar estos sinsentidos míos, suficiente es que tenga a bien echarles un vistazo que junto a su compaña estoy más que agradecida.